Cuando Alberto llegó al pequeño pueblecito donde lo habían destinado, aparcó su coche justo al final de la larga hilera de castaños que se abrían a su paso en señal de bienvenida.
Con el fin de desentumecer un poco las piernas tras el largo viaje, se dispuso a dar un paseo y así conocer un poco mejor el lugar que habría de ser su morada durante cuatro meses. El era profesor y estaba allí para cubrir una baja.
Le preguntó a un vecino y éste le indicó donde se encontraba el colegio. Sólo se hallaba a unos pocos metros del Ayuntamiento y muy cerca del pisito que alquiló días antes.Al día siguiente, se dispuso con buen ánimo a conocer a sus nuevos alumnos y llevarles por “el maravillosos mundo del aprendizaje”, como a él le gustaba decir.
Cuando finalizaron las clases, se sintió contento porque, aunque con pocos alumnos, tuvo buena aceptación entre ellos. Por la tarde, se dirigió a una tabernita que vio el día de su llegada. Al entrar en ella, las tres personas que estaban allí, lo saludaron de forma educada y correcta. Se sentó en una pequeña mesa al lado de la ventana y sacó unos papeles y un bolígrafo. En ese instante, se acercó a él un hombre con gran porte, pelo canoso y vestido elegantemente.
-Buenas tardes, permítame que me presente. No es muy normal ver gente de fuera por aquí. Soy Mariano, médico jubilado.
-Por favor, tome asiento. Para mí es un placer tener un rato de charla y hacer nuevas amistades.
-¡Candelaria! -llamó el médico a la tabernera-pon una botella de ese exquisito vino de Montilla que tienes por ahí a buen recaudo. Bueno, ¿y qué le ha parecido el pueblo? ¿Se encuentra a gusto aquí?
-¡Oh, sí, ya lo creo! Me encanta mi profesión. Mire, mis padres no tuvieron formación ninguna, apenas saben leer y por eso decidí que cuando fuera mayor sería maestro y les aportaría todos mis conocimientos a esas personas que no tuvieron ninguna oportunidad a su alcance. Mi padre siempre me animó a seguir estudiando e inculcó en mí una de sus grandes pasiones: la poesía. Por cierto, ahora me disponía a relajarme un rato y a escribir unos versos que, aunque nunca vean la luz, a mí me ayuda a estimularme y a apreciar todas las sensaciones que me proporciona este arte mayor.
-¡Claro que sí! No deje nunca de hacerlo y no piense jamás que lo que realiza no tiene ninguna importancia. Siga en su empeño, muchacho, que algún día le llegará la recompensa.
Entre sorbo y sorbo de vino fino, Alberto estaba hablando de su poeta favorito: Miguel Hernández.
-Para mí es uno de los grandes. Es el poeta de la patria, del amor y la muerte. Fue un hombre que amó la poesía y la supo encontrar en su gente, en su tierra, en su mujer, en su hijo que murió y en el paisaje. ¿Sabía, por ejemplo, que muy joven se unió a un grupo poético que estaba comandado por Ramón Sijé, el que fuera su íntimo amigo y al que dedicó su famosa “Elegía” por su temprana muerte?
-Siga, siga, soy todo oídos. Todo esto que me cuenta me resulta muy interesante.
De este modo, fueron pasando los días y entre ellos se entabló una gran amistad. Mariano no faltaba nunca a estas constructivas tertulias y Alberto, con una botella de vino de testigo, iba desgranando anécdotas de su admirado poeta.
Pero pasó el tiempo y llegó el momento en el que el joven instructor tuvo que marchar porque le adjudicaron otro destino. El médico, que ya lo sabía, le regaló una edición de lujo que habían editado del libro “Vientos del pueblo”.
-Este regalo de gran valor sentimental lo llevaré siempre conmigo. Mil gracias-dijo emocionado.
-Gracias a ti por todo lo que me has enseñado de este gran “poeta del pueblo” como tú lo llamas. No olvides, aunque ya tengas más años que Miguel Hernández, que a los veinte años publicó sus primeros versos, no debes desistir. Lucha por lo que quieras y por lo que creas- aconsejó con gran sabiduría Mariano.
-No lo dude, espero verle muy pronto y conversaremos tranquilamente. Se lo prometo. ¡Ah, y la botellita de vino que no falte!. De esta forma, marchó nuestro protagonista con un libro en la mochila, un trocito de su corazón que ya había sido ocupado por un leal amigo y como no, una maleta llena de sueños. De sueños de poeta.
María José Pérez Ortiz