Fiel Compañero La taberna estaba vacía. Él, como siempre, apuraba las últimas horas de la madrugada.
Carlos ya no era ni sombra de lo que fue. El transcurso de los años, con sus duros golpes y desengaños, habían hecho mella en él.
Por tanto, los días pasaban sin pena ni gloria, para él ya nada tenía sentido.
Todo empezó con una riña, al parecer, sin importancia.
Carlos no era oriundo de Montilla, había nacido en Puente Genil.
Llevaba ya quince años viniendo a Montilla a realizar las faenas de la vendimia. Tal y como estaban las cosas en casa, no podía dejar pasar ninguna oportunidad de trabajo.
Carmen, su mujer, llevaba la casa adelante más o menos como podía, con dos niños y uno que venía en camino.
Carlos, por tanto, aprovechaba la temporada de la uva y se quedaba en casa de Fernando, un compañero con el que congeniaba muy bien y con el que realizaba la vendimia en la misma finca.
Así, pensaba, tendría menos gasto en ir y venir todos los días a Puente Genil.
Todo empezó aquella mañana en la que se despertó con un fuerte dolor de estómago.
“Otra vez la maldita úlcera-pensó”.
Se la habían diagnosticado cinco años atrás, notó mejoría con el tratamiento, pero había épocas en las que el dolor volvía con más intensidad.
Cuando se levantó, se miró al espejo y contempló su cara lívida, crispada en un gesto de dolor.
A duras penas, empezó a vestirse para acudir al “tajo”.
La mañana se presentaba asfixiante, por tanto, nada ayudaría a que el trabajo se desempeñase con facilidad.
Una vez allí, vio a Damián, el hijo del capataz. No le gustaba aquel muchacho. En nada se parecía a su padre, el cual había tratado siempre a los trabajadores con el mayor respeto.
Pero había llegado su jubilación, y el hijo le había sustituido en su cargo.
Carlos empezó su trabajo y Fernando, que sabía lo que le ocurría, lo miraba con preocupación.
Ese día, el dolor le impedía realizar la faena con normalidad, por tanto, cuantas más horas pasaban, Carlos se iba quedando más rezagado. Pronto advirtió Damián esto, y dirigiéndose a él con actitud despótica, le recriminó su falta de agilidad con respecto a sus compañeros.
Carlos, agobiado por las circunstancias de aquel día, no se pudo contener y cruzó con el hijo del capataz unas duras palabras. Fernando, que estaba cerca y dándose cuenta de ello, intentó calmar la situación.
Los días fueron pasando en el “tajo”, pero la tensión y el malestar se palpaban en el ambiente.
Un día, Damián llamó aparte a Carlos para comunicarle su despido.
A raíz de esto, Carlos se volvió más taciturno ya que su situación le preocupaba mucho y sobre todo, le daba vueltas a la cabeza para saber cómo sacaría a sus hijos adelante.
Fernando le animaba todo lo que podía, pero él se encerraba en si mismo cada vez más.
Empezó a frecuentar una taberna en Montilla, y así, creía él, podía olvidar los problemas que le acuciaban.
Iba pasando el tiempo y cada vez le costaba más encontrar trabajo.
Fernando hablaba con algunos conocidos para que  empleasen en alguna de sus fincas a su amigo, pero Carlos duraba poco tiempo en dichos trabajos, debido a su visible deterioro por el vino.
La situación en su casa se hacía insostenible y Carmen, marchó con sus hijos a casa de una de sus hermanas.
Sus amigos, incluido Fernando, poco a poco, se iban alejando más de él, porque, según ellos, Carlos no era ni el reflejo de la persona que fue.
Por eso, aquella madrugada en la taberna, frente a una copa de vino, dijo estas palabras:
“Tú, que me has llevado de la mano por este camino de soledad y desamparo, que me has quitado lo que yo más quería, me has ido consumiendo cada vez más…
Pero también me has dado alegrías y satisfacciones, gracias a ti he podido dar de comer a mi familia estos años pasados   brindar contigo por el nacimiento de mis hijos….
Tú siempre estás a mi lado, pase lo que pase, mi compañero, mi fiel compañero….

 

Vino Amontillado

 

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