Como cada mañana, Pedro se preparaba para acudir a su trabajo. Le esperaban varios kilómetros para acudir a su destino.
“Esto es lo que más me gusta de mi trabajo pensaba que siempre estoy de un lado para otro. Me hastía la rutina”.
Él llevaba ya diez años como representante de vinos. Era muy joven cuando comenzó en esto, pero le gustaba recordar como poco a poco fue adentrándose en el mundillo de aquel espléndido caldo, conociendo al detalle las características de cada uno.
“Es que me he convertido en un auténtico profesional-recapacitaba mientras se dibujaba una sonrisa en su rostro.
Le apasionaba conocer lugares distintos y reencontrarse con sus viejos amigos, los cuales, entre charlas y bromas, le contaban alguna que otra anécdota relacionada con el vino.
En cambio, ese día se encontraba bastante nervioso. Sabía que cuando llegase a su destino volvería a ver a la persona que había cambiado su vida para siempre.
Todo comenzó hace cuatro años antes, al llegar a aquel hermoso pueblecito al que no conocía.
Le pareció encantador nada más verlo.
Como se disponía a pasar allí tres días debido a unos tratos que se disponía a realizar con un bodeguero, vió conveniente preguntar a cualquier vecino sobre la existencia de un hostal o fonda del lugar


Le recomendaron uno que se encontraba bastante bien ubicado y que le permitía desplazarse y realizar sus ventas con facilidad.
Le gustó nada más entrar. Era pequeño, con solo doce habitaciones, pero muy limpio y confortable.
El hostal lo regentaba Diego y Mercedes, su mujer. Era un matrimonio joven, bastante agradable en el trato con todos los clientes alojados.
Diego, fuerte y dinámico, estaba siempre dispuesto a ayudar a quien lo necesitase. Al momento, se ofreció para enseñarle a Pedro el pueblo. Su mujer, morena y bastante guapa, era la encargada de que todo estuviese en orden y de las comidas (pues allí se servía desayuno y almuerzo).


“Sin ella no sé lo que haría-le confesó más tarde Diego mientras paseaban por el pueblo- es mi mano derecha. Lo cuida todo al detalle y ya lo comprobarás por ti mismo, es una excelente cocinera”.
Efectivamente, tuvo que dar la razón al marido de Mercedes cuando, al día siguiente nuestro amigo probó un exquisito estofado. Le preguntó:
“-Mercedes, ¿cuál es el secreto? Nunca he probado nada igual. Esto es un manjar de dioses”.
Ella, riendo, contestó:
“-Secreto no hay ninguno. Solo he aderezado este guiso con un buen chorrito de vino”.
Cuando el representante marchó, lo hizo alegremente, prometiendo al matrimonio que la próxima vez que volviera, se alojaría allí. Le agradeció las atenciones que tuvieron con él.

Pasaron los años y cada vez que el trabajo lo requería, regresaba al hostal y se encontraba con sus amigos. Hizo con ellos una fuerte amistad. Pero transcurría el tiempo y Pedro notaba que sus sentimientos hacia la mujer iban cambiando, ya no sentía ese cariño del principio de conocerla, ahora era algo mucho más especial. Luchaba consigo mismo porque aquello no pasara, pero era inevitable. Lo que más le dolía era que sabía que aquel amor era imposible.


Ese día, mientras conducía hacia aquel lugar, eran muchos los recuerdos que se agolpaban en su mente. Pensaba en la suerte que tenía Diego por tener a su lado a una mujer así.
“Amarga ironía del destino-discurría-dentro de unas horas estaré tan cerca de ti, pero a la vez tan lejos, y tú, sin sospechar nada……”
Mientras tanto, un sol radiante se abría paso en el horizonte.

 

Vino Amontillado

 

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